Su voz venía desde más allá de la luz del bosque.
Los que la imaginaban la describían como una muchacha de larga cabellera rubia, de piel como el alba, ojos celestes y de una sonrisa triste...
La única ruta accesible a ella era, quizá, a través de la verde espesura salpicada de añoranzas y libélulas donde habitaban dioses infinitesimales.
O soñar la nieve en un verano luminoso.
Otros aseguraban que sólo era posible si uno bajaba al infierno de todos los límites (el lugar de la plenitud del ser, decían) y allí inventaba palabras místicas, laberínticas.
Palabras para semillarlas en el humus, en los fiordos, en las tráqueas de los recién nacidos, en los teoremas de las certidumbres...
Me paseé describiendo órbitas de insospechadas lejanías y quimeras.
Y cavilaba atónito: el infierno era cómo inventar una palabra mística, laberíntica, que fuera la llave precisa para llegar a ella.
Machaqué pétalos de amapolas para mi imaginación (en la nieve boreal, un anciano chino, con el don de la ubicuidad, desenterraba cisnes y el secreto sol de la medianoche).
(Me había enamorado de la muchacha imaginada)
Cuando casi me sobrevino el naufragio, y el aire era de mortajas, creí que, más que inventar la palabra-llave, debería simplemente sentir.
Sentirla con avidez (como se siente la belleza del agua), atravesado por todos los azares, sin temer a los abismos y los senderos de oscuros musgos y cenizas a ningún lugar...
Recordé a la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su texto "Una equilibrista enana se echa al hombro una bolsa de huesos y avanza por el alambre con los ojos cerrados".
Entonces, intrépido, cerré mis ojos parado frente al abismo y, súbitamente, una mano me tomó con delicadeza.
La voz de la muchacha de la larga cabellera rubia me susurró:
"Ett land du aldrig sett"
("Te llevaré a un país nunca visto")
.....................
(Para Amapola, por Mentecato)
Feb 9, 2006
Feb 8, 2006
La casada infiel (García Lorca)
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído
como una pieza de seda
rasgada por díez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.
Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo, el cinturón con revólver,
ella, sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.
Me porté como quien soy,
como un gitano legítimo.
La regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.
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